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6 Campillo de Doña Francisca

Seguimos el camino principal hasta el Cortijo Las Martinas y Tía Pepa, que pertenece a lo que denominamos el Campillo de Doña Francisca. Siguiendo el camino llegamos al cruce con el camino Albaricoques-Cortijo del Fraile, seguimos hacia la derecha, por el camino que nos lleva de nuevo hacia nuestro punto de salida, el Cortijo del Fraile.
A pocos pasos, visualizamos desde otro punto de vista el Campillo de Doña Francisca: a nuestra izquierda, Cortijo las Canicas, en ruina, y otros tantos edificios más de cortijos que no mantienen la estructura original: Los Góngora y Cortijo de Manuel Gónzalez. Y a nuestra derecha, El Campillo, rehabilitado y utilizado como alojamiento rural.
Aquí encontramos la mayor concentración de la zona de aljibes de las dos tipologías, cisternas (rectangulares y de bóveda, para consumo del ganado) y tanques (circulares de cúpula, para consumo humano). Además de una noria (de la que poco se conserva y apareció en la película “El bueno, el feo y el malo”) que queda tras el Cortijo de Los Góngora.
Además encontramos otros elementos ya reconocibles como eras, hornos y adivinamos la estructura de la cocina, como el espacio multifuncional y más grande de cada cortijo. Alrededor de él, otras dependencias para almacén, corrales y habitaciones de la casa.

PUÑAL DE CLAVELES de Carmen de Burgos “Colombine” (Fragmento)

(…)  La comida fue alegre. Se puso una mesa pequeña y baja en medio de la  cocina,  de  dos  naves,  partidas  por  un  arco,  en  cuyo  centro  había  una argolla  de  hierro.  Era  la  cocina  donde  en  las  noches  de  baile  cabían doscientas  personas  y  que  servía  de  comedor,  de  recibimiento,  de dormitorio  a  los  muleros,  cuando  se  quedaban  en  casa,  y  hasta  de almacén,  porque en torno de la nave primera se amontonaban los objetos, y  detrás  del  gran  portón  claveteado,  que  se  atrancaba  con  mozo  y cerrojos,  se  ocultaban  durante el día las labores de esparto y los aparejos de las bestias.
Se  cubrió  la  mesa  con  un  blanco  mantel,  se  colocó  encima  la  enorme fuente  vidriada  con  honores  de  lebrillo,  y  las dos  muchachas volcaron  en ella,  no  sin  trabajo, la olla, que esparció con su vapor el perfume apetitoso del  tocino  y  los  garbanzos  cocidos  con  la  berza  y  las  patatas,  capaz  de tonificar la desgana más pronunciada.
No  se  ponían  platos  ni  vasos.  Los que  tenían  sed se levantaban a  beber en  las  rezumantes  jarras  de  barro,  que  ofrecían  su  frescura  sobre  la cantarera,  a  cuyos  lados  colgaban  las  coquetas  toallas  blancas,  con encaje de crochet, que no se usaban nunca.
El  vasar, de arco,  empotrado en  la pared, estaba atestado de platos  y  de vasos;  en  torno  a  él  colgaban  de  las  asas,  o  sujetas  por  lazos,  tazas  y jícaras;  las  paredes  estaban  cubiertas  de  grupos  de  botellas  formando piñas;  entre  ellas  se  veían cromos  y  estampas de  santos  mezcladas con panochas,  pimientos  secos  o  calabazas  de  cuello  que  llamaban  la atención  por  la  forma  o  el  tamaño,  mereciendo  por  eso  el  honor  de conservarlas como rareza.
Pero  nada  de esa  loza  se  usaba;  ni  los  cobres  y las ollas colocadas en el alero  de  la  leja,  sobre  el  extremo  donde  estaba  el  hogar,  servían nunca. Solo  una cuchara  para  cada uno  y una  faca  para  partir el pan de todos les bastaba.  El  vino,  las  raras  veces  que,  como  aquella  noche  de  gala,  se bebía, daba la vuelta al corro en el mismo jarro.
Comían todos de la misma fuente. La madre ponía en el lado de cada uno el  pedazo  de  tocino  que  le  correspondía.  Sólo  se  había  sacado  en tazones la  comida de los  zagales  que,  por  su  corta  edad, no se sentaban aún  a  la  mesa  de  los  mayores,  y  que  habían  ido  a  comerse  su  ración sobre  el  tramo  de  la  puerta,  cerca  de  los  perros,  que  los  miraban ansiosos esperando a su vez.
Estaban  alrededor  de  la  mesilla  todos,  amos,  amigas,  huéspedes  y criados.  Si  había  mucha  gente  todo  se  reducía  a  que  el  corro  fuese mayor. Se  hablaba,  se  reía,  se  bebía  en  abundancia.  La  olla  resultaba  tan cargada de tocino que, al decir de Santiaguillo, era capaz de resucitar a un muerto.  El  pan  era  de  trigo,  sin  mezcla  de  cebada  ni  de  maíz,  pan  de ricos, que atestiguaba felicidad y bienestar. (…)

LAS RELACIONES SOCIALES, FAMILIARES Y COMUNITARIAS EN LAS CORTIJADAS

Las relaciones humanas de los pobladores del Valle venían marcadas por las diferencias sociales entre las familias propietarias de las tierras y los que trabajaban en ellas. La familia extensa era la forma predominante de organización social en los cortijos y sobre la que se sustentaba el trabajo diario. Este tipo de estructura parental incluye a los padres con sus hijos/as, los hermanos/as de los padres con sus hijos/as, los miembros de las generaciones ascendentes – abuelos/as, tíos abuelos/as (en toda Almería y otros lugares de Andalucía oriental se les llama “chachas” a las tías abuelas, signo de confianza y convivencia con los mayores de la familia), bisabuelos/as – o de la misma generación que además puede abarcar parientes no consanguíneos, como medios hermanos, hijos adoptivos o putativos.
En las familias extensas, la red de afines actúa como una comunidad cerrada. Y aunque con aspectos negativos, también posibilita que se puedan desarrollar oficios tradicionales (pesca, alfarería, telares, etc.) que conllevan mucho tiempo y esfuerzo, mientras hijos y demás parientes a cargo, están atendidos por los mayores de la familia, normalmente las mujeres.
En las culturas donde la familia extensa es la forma básica de la unidad familiar, la transición de un individuo hacia la adultez no necesariamente implica la separación de sus parientes o de sus padres, sino más bien la adopción de un papel más predominante y en el caso de los varones, más poderoso.
Las mujeres no salían ni disfrutaban de ningún descanso a las obligaciones establecidas por el matrimonio, la familia y la sociedad en su conjunto: obedecer a sus mayores, hermanos y maridos, procrear hijos sin descanso y cuidar de todos, de la estabilidad y la honra de la familia. Además de atender su casa y el sustento de la misma, con todo lo que conllevaba de trabajo en aquellos entonces: animales, limpieza, familiares e hijos, conservación de alimentos, gestión y mantenimiento de todos los espacios y personas. Guiadas por una sabiduría ancestral y una dedicación completa a sus labores.
En el caso de las mujeres, el casamiento suponía un cambio de vida total, en el que normalmente se mudaban a casa de su familia política para pertenecer a la familia de su marido por el resto de sus días.
De esta manera, la ayuda entre familiares, amigos o vecinos permitía redistribuir dentro de la solidaridad colectiva y del mismo estrato social, la energía disponible para el trabajo y el sustento de la comunidad. Es obvio que quedan apartados según qué conceptos actuales de intimidad personal, individualidad. Y entran en escena otros, como la convicción en el grupo y entre sus integrantes, el honor de la propia familia (que dependía en gran parte de las mujeres) y el apoyo mutuo.
Solía haber grietas o separaciones en las familias a causa de conflictos por propiedades, herencias o dinero a repartir. Las demás dificultades, se iban salvando o solapando con la propia fuerza centrípeta del clan.
En cuanto a la tierra, el tiempo de trabajo necesario para realizar las labores requeridas por cada cultivo en su momento adecuado, es la “usanza”, la expresión de una práctica acumulada a través de la experiencia durante muchos años. De ahí nuestro refrán “a la vieja usanza”.
La labranza y las tareas relacionadas con la preparación del terreno y con la siembra, son tareas reservadas exclusivamente a los hombres, igual que ocurre con el regadío. Excepcionalmente alguna mujer puede labrar en la época de sementera, si no se dispone de mozo en ese momento. Este carácter transitorio y extraordinario es justificable porque aún no se considera mujer, es mocica (no casada ni prometida).
Estas prohibiciones relacionadas con el trabajo agrícola guardan cierta relación con la creencia en la tierra-madre y, sobre todo, por considerar el trabajo agrícola como un acto generador, asimilando a la mujer con el surco y al hombre con azada o labranza. Varios autores han señalado este aspecto en otras sociedades mediterráneas campesinas y la insertan en una concepción del honor exclusivamente varonil. El honor del jefe de la familia dependerá de su capacidad de asegurar mínimamente la vida material de su familia y se formula en términos de poder y valor individual.
Recogemos otras costumbres en las obras de Carmen de Burgos: el ritual en los bailes; el no desvestirse apenas los hombres para dormir; los atavíos femeninos entre los que destaca el pañuelo color aceite, o garbanzo, o color tórtola; la necesidad de velar la noria para que la mula no cese de girar; el ritual de la pesca o la caza de perdiz con reclamo; los conjuros contra el mal; las huidas de los novios previas a la boda; la gran cocina en que se reúnen todos alrededor del fuego, mientras las mujeres hilan y los hombres trenzan cuerdas y maromas, los mayores cuentan cuentos; supersticiones y consejos de salud provenientes de curanderos y sanadores; rituales festivos, etc.